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Las cinco muertes de la fe

  • Foto del escritor: Angel Rafael Sosa Muniz
    Angel Rafael Sosa Muniz
  • 20 dic 2019
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: 27 may 2020



De entre todas las cosas que podemos decir acerca de la fe católica, existe una muy especial que brilla fuerte en el firmamento, pero que es ignorada por muchas personas.


El objeto de este escrito no es hacer un estudio serio acerca de lo que expondré, por el contrario, se trata de una exposición muy personal e informal acerca del último capítulo de la obra «El Hombre Eterno» de G.K. Chesterton.


El sepulcro de la cristiandad


A lo largo de la historia del mundo son bien conocidas las diversas eras que éste ha atravesado. Todas y cada una de ellas posee un rasgo característico que la diferencia de las demás. Tan únicas y diferentes la una de la otra, podemos decir que cada una de ellas es una etapa especialísima para la humanidad, como una suerte de recuerdo de una juventud lejana, la cual ha calado en lo más hondo de nuestra existencia. Pero, como si de una mala broma se tratase, todas ellas poseen un rasgo que las ha acompañado a lo largo de toda la historia. Ese rasgo es parecido a un vicio o una virtud que acompaña al militante de la tierra durante toda su vida y que consuma a todas las eras en una sola.


Este rasgo tan abominable y tan extraño se resume en una comunidad, y más que nada en un persona, cuya aparición y muerte marcó el puente entre dos mundos que estaban destinados a nunca encontrarse. Esta persona era el Cristo, y con él, lo acompañaba un ejercito llamado «Cristiandad».


Es preciso entender el contexto en el que nos encontramos para comprender la rareza y el drama que la aparición del Cristo causó sobre la tierra.


Por causas que aquí no discutiremos, el Cristianismo apareció en el momento más improbable y más hostil en el que pudo haber aparecido, algo parecido como aquel que llega a una fiesta a la cual no fue invitado, o como una oveja negra entre mil blancas; el problema está en que esta oveja negra era muy blanca, más que todas las demás, pues era la única que poseía el carácter de la sobria blancura y pureza que las demás afirmaban tener. En efecto, como lo explica Chesterton en «El Hombre Eterno», el Cristianismo, al surgir en la humanidad pagana, tuvo el carácter de ser una cosa única y realmente divina, distinta a todas las cosas.


Para el momento en que el Cristianismo apareció en el mundo, el mundo antiguo parecía demasiado viejo como para morir. Un destino diametralmente opuesto le esperaba a la Cristiandad [1]:


«La Cristiandad ha pasado por una serie de revoluciones, en cada una de las cuales ha muerto. Pero para resucitar, porque su Dios sabe como salir del sepulcro. Pero el primer hecho extraordinario que marca esta historia es este: que Europa se ha derrumbado varias veces y que al final de cada una de esas revoluciones, la misma religión, siempre ha sido fundada de nuevo. La fe se ha convertido a muchas épocas, no como una vieja, sino como una nueva religión.» - G.K. Chesterton

Este es el hecho más impresionante de todos, la Cristiandad ha sido sepultada varias veces, pero, siempre que se quiere ver el sepulcro, la tumba está vacía y el Cristianismo más vivo que nunca.


Esta verdad es tan cierta que ha ocurrido al menos cinco veces en la historia que la Cristiandad, rota en espíritu y fuerza, parecía que iba a morir después de tan añeja travesía. Esta realidad se encuentra trazada de forma lineal y seguida en la historia del mundo, perdiéndose un poco en los finales de la edad media con la gran campaña anticristiana de la modernidad, no obstante, el cristianismo, religión oficial del imperio romano, siguió siendo la religión oficial de los nobles del renacimiento y de los obispos de los modernos.


Consideremos el caso de Juliano «el Apóstata». Si hubo un momento donde fue más fácil matar al cristianismo, fue el momento en que la Iglesia aún no estaba bien organizada. Juliano sabía muy bien esto y, en un arrebato de orgullo, renegó públicamente de la fe Cristiana y aceptó las ideas paganas de los dioses helenísticos. Si consideramos también las fuertes disputas que Arrio había generado en aquel tiempo, encontraremos que la Iglesia se enfrentaba a una cruda realidad. Cosa curiosa es que cuando Juliano consideraba muerto al cristianismo, éste volvía a la vida.


El caso de Juliano y de Arrio nos ayuda muy bien a exponer nuestro punto. El credo de Arrio se había instaurado, parecía la senda de la verdad, perfectamente racional y lógico, sus ritos se habían solidificado, se había vuelto respetable. Nadie esperaba que, en un hecho tan impresionante como la resurrección de Cristo, la Iglesia se volvía a levantar, viva y vigorosa, del sepulcro donde había estado.


El cristianismo no sólo ha sido afectado desde fuera, también ha sufrido desde dentro. No es necesario investigar a fondo si el cristianismo ha tenido momentos donde parecía minado por dentro, roto y resquebrajado, todo por la indiferencia y la duda, lo vemos ahora mismo, pues hoy es uno de esos momentos, pero hablaremos de esto más tarde. Hay que tener en cuenta que, en todos los casos que se identifican con lo descrito anteriormente, los hijos son los fanáticos de la fe que sus padres han perdido. Esto es evidente, lo vemos con el resurgir del movimiento tradicional después del libertinaje de la teología de la liberación, cada vez vemos más y más jóvenes interesados en la tradición de la iglesia, cualesquier sea la acepción que podamos darle a la palabra «tradición». Cada vez se levantan más cristianos prestos a defender su fe contra las injurias de la modernidad.


Aquí es preciso decir que la fe no es una supervivencia, el catolicismo no ha perdurado por dos mil años, el cristianismo ha renacido una y otra vez, en cada era del mundo, en cada época la misma religión se ha presentado, no con un olor añejo, a putrefacción, sino como un olor a nuevo, a vida. Decir que la Iglesia ha perdurado por dos mil años es igual de impropio que decir que Apolo ha muerto y resucitado. No; la Igleisa no ha sobrevivido, la Iglesia ha muerto y vuelto a nacer precisamente porque no es como aquellas filosofías o religiones orientales y paganas que podían convivir por la indiferencia de la Europa y la Asia. Resulta curioso que, como dice Chesterton [2]:


      Europa, como la Roma de la tradición, estuvo siempre ocupada en revoluciones y reconstrucciones: reconstruyendo una República universal. Y siempre empezó rechazando esta vieja piedra, y siempre acabo por colocarla en lugar preeminente; por traerla otra vez desde el montón de escombros, para hacer de ella el remate del Capitolio. - G.K. Chesterton

Tampoco debemos de olvidar que la Iglesia nació en un tiempo en que nada era demasiado viejo para ser asesinado, sino que todo era demasiado joven para ser asesinado. Esto fue lo que ocurrió con la Iglesia, fue asesinada muchas veces y de diversas maneras.


Hemos hablado un poco acerca de las primeras edades, pero, ¿qué ocurre con aquellos tiempos agitados de la edad media? ¿qué podemos decir acerca de los tiempos en los que el mundo se veía agitado por el terror que producía la sombra del Islam sobre Occidente? ¿por qué el mundo se veía alarmado por estas situaciones? Las autoridades raramente se alarman tanto, a no ser que la razón de esa alarma ya no tenga remedio. El mundo se veía perdido, todos pensaban que los ejercitos del Papa serían aplastados por los caballeros Sarracenos, que Averroes sería más racional que Anselmo, que la cultura sarracena era superior a la cristiana, que Allah había matado a Yhaveh y, en fin, que Mahoma había destronado a Jesús. Esto era lo más racional, que el Cristianismo moriría a los pies del Islam. De ser así, ¡se sorprenderán de saber lo que pasó! ¿Cuál fue la respuesta de la Iglesia? La respuesta no vino de los ancianos, sino de los jóvenes. Esa respuesta fue el clamor de la tormenta, fue el alzarse de millares de jóvenes prestos a embarcarse a la aventura de las Cruzadas, fueron los hijos de San Francisco los juglares de Cristo, fue Santo Tomás de Aquino sentado en la cátedra de Aristóteles, adquiriendo toda clase de ciencia, enseñando a todos los jóvenes, desde las esferas más altas a las más humildes, atentos a aprender sobre la nueva filosofía escolástica, fue el arte gótico que apuntaba sus edificaciones como flechas al cielo, demostrando así la apertura al nuevo mundo; fue Yhaveh con Moises condenando a muerte a los dioses egipcios y con ellos a todos lo dioses y, al final de todo, fueron las mujeres que, al visitar el sepulcro, clamaban que la tumba estaba vacía y con ello, que Cristo había resucitado.


Con la llegada de la época de Voltaire, parecía que la Iglesia sucumbiría ante la luz enceguecedora de la edad de la razón, que Laplace, sentado en la silla de Newton, había demostrado que Dios era innecesario, que Descartes había matado a Santo Tomás, aunque fue Lutero quien lo intentó y por un momento lo logró; que el terremoto causado por la revolución francesa acabaría por derrumbar aquella vieja institución, que Lutero acabaría con la tradición y el magisterio. Pero, nuevamente, de forma impresionante, la vieja Iglesia moría, pero para renacer. No sucumbió, Laplace no desterró a Dios, Santo Tomás sobrevivió, El Terror acabó y de Lutero surgió una herida profunda en la Cristiandad que aún no ha sanado.


Algo similar ha pasado en los tiempos recientes, todo el mundo pensó que la Ciencia desterraría a Dios y su Iglesia del mundo, que Darwin había acabado con el libro del Génesis, que el camino más seguro era que el Arzobispo de Canterbury se vería enfrentado con la guillotina. ¿Qué ocurrió? Ocurrió que Lemaitre demostraba que el Universo había comenzado a existir, ocurrió que el Arzobispo, en vez de perder su cabeza, buscaba su mitra para comenzar a celebrar, ocurrió que la vida aún no se había explicado como tal, ocurrió que la Ciencia, lejos de apuntar en dirección opuesta al teísmo, apuntaba hacia el corazón de Dios y su Iglesia. He aquí una verdad que los más ingenuos y necios se niegan a ver: La Iglesia fue «echada a los perros» en más de una ocasión para morir, pero sucedió que en todas esas ocasiones fueron los perros los que perecieron.


El mundo se veía confrontado en disputas acerca de la velocidad de la corriente del río, más pronto que tarde se dio cuenta de algo que iba en contra de la corriente de forma feróz y violenta. Un muerto es arratrado con la corriente, pero sólo algo muy vivo puede ir contra ella. Un barco de papel puede ser arrastrado por la corriente sin problemas, pero si el barco encantado va en contra de ella, es necesario confesar que sus remos son movidos por las hadas. Y entre muchas cosas que arrastraba el río, estaban numerosas filosofías, creencias, demagogos y sofistas. Pero sólo una cosa que estaba en ese río dio muestras de ser algo realmente vivo: la fuerza misteriosa de lo que seguramente era un mounstro hacía retroceder el río y lo encausaba a su objetivo verdadero. Este es el Leviathan que Hobbes buscaba, la Iglesia Católica es este mounstro que nunca desaparece pero que nos protege de nosotros mismos, y, como en el ejemplo del barco encantado, ante el hecho de que nunca muera, da prueba de que se establece como la única y verdadera religión.


El mundo, a día de hoy, se sorprende aún de la fuerza de éste mounstro prehistórico, pero se niega a reconocerlo. Es de sorprenderse que siempre que nos vemos con teologías rebajadas o adulteradas, al final del trayecto siempre nos topamos con la ortodoxia. Con una teología sin más.


El día de hoy nos vemos confrontados con una realidad desesperanzadora: a donde veamos, la maldad se cierne sobre nosotros, está presente tanto dentro como fuera de la Iglesia. Parecería que, en cualquier momento, la Iglesia se resquebrajará y caerá en el olvido por las nuevas generaciones. Si somos inteligentes y aprendemos de la historia, nos daremos cuenta que no estamos más que enfrentandonos a una muerte más de la Iglesia, una muerte que se ha hecho patente. Recordemos que los hijos son los fanáticos de la fe que sus padres perdieron. Los jóvenes de hoy son los fanáticos del cristianismo. Después del gran daño provocado por el progresismo de antaño, los jovenes anhelan fervientemente la tradición de aquello que no pudieron observar. No obstante, la noche aún no ha pasado, la resurrección aún no ha comenzado, debemos de ser pacientes y esperar al tercer día.


El mar de ideologías y de sofistería que se presentan al día de hoy como escepticismo y relativismo no serán más que arratrados por la fuerza de la corriente como lo que son, cosas muertas e infértiles. El mundo piensa que el tiempo de hoy es superior y que la Iglesia desaparecerá de la faz de la tierra por ser parte del mundo antiguo. Lo que no sabe es que el Leviathan puede renacer vígoroso en las aguas caudalosas de aquel río de aparente progreso. Cosa curiosa es, ciertamente, que aquellos tiempos pasaron, el Imperio cayó y la edad de la razón pasó, pero la Iglesia nunca desapareció; murió, sí, pero resucitó. Esto no hubiera ocurrido si la Iglesia fuese como lo que los escépticos afirman, algo perteneciente a una etapa del mundo. Si la Iglesia pereció fue únicamente para renacer [3].


«Este es el hecho final y el más extraordinario de todos. La Iglesia no sólo ha muerto varias veces, sino que ha muerto de vieja. No solamente ha sido varias veces asesinada, sino que también varias veces ha muerto de muerte natural, en el sentido de llegar un fin natural y necesario. Es obvio que ha sobrevivido a las más salvajes y universales persecuciones, desde la furia diocleciana a la furia de la Revolución Francesa. Pero he aquí que tiene aún una tenacidad más extraña: ha sobrevivido no sólo a la guerra sino a la paz. No sólo ha muerto varias veces, sino que ha decaído y degenerado varias veces. Ha sobrevivido a su propia debilidad y hasta su propia rendición y entrega.» - G.K. Chesterton

«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». En la edad antigua, la Iglesia se encontraba unida al imperio, éste cayó y la Iglesia continuó; en la edad media, la Iglesia y el Feudalismo se encontraban profundamente ligados, muchos pensarón que con la desaparción de éste, aquella iba a seguir sus pasos, pero no sucedió así. Con la Revolución Francesa y la reforma, el mundo pensó que se iba a sacudir de la pesada carga de la fe, pero la fe se mantuvo intacta. Con la llegada de el cientificismo, todo el mundo cree que la fe está obsoleta, pero el resurgir del Tomismo, la tradición y la filosofía de la religión dan testimonio contra tan espantosa mentira. Con el pasar del tiempo hemos estudiado este fénomeno tan increíble, y cuanto más lo estudiamos, más impresionante nos parece.


Si la sociedad actual se da cuenta de la continuidad, si aprende de ésta lección de historia, eventualmente se dará cuenta que es inútil esperar la desaparición del Leviathan. Podrá esperar su muerte, su locura o vejez, vigilarlo, ver si se equivoca, darle muerte incluso; pero, más temprano que tarde, el Leviathan resurgirá de la muerte y hará frenar el río para encausarlo al plan original del creador del mundo.


~ Rafael


Bibliografía y Referencias:


[1] Chesterton, G. (2014). Las cinco muertes de la fe. En El Hombre Eterno (p.317). México: Porrúa.

[2] Chesterton, G. (2014). Las cinco muertes de la fe. En El Hombre Eterno (p.318). México: Porrúa.

[3] Chesterton, G. (2014). Las cinco muertes de la fe. En El Hombre Eterno (p.325). México: Porrúa.

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